..."que seas feliz/aunque no sea a mi lado/yo te ofrecí un mundo tierno y puro/que tal vez tu inocencia no supo comprender/pero si algún día/tu decides volver/no vayas a dudar/que yo te esperaré..."
Este era el principio de la burla de mis compañeros de colegio, ante mi incapacidad física para declarármele a mi vecina de cuadra. Discretamente desde la ventana del segundo piso que daba a la calle, la veía pasar todos los días con su clásico uniforme escolar: medias tobilleras blancas, falda escocesa y buzo azul y entonces yo, trastornado de amor, subía al máximo el volumen del viejo radio Philips en el que la emisora Radio Tequendama transmitía la ya clásica canción de Carlos Javier Beltrán, con la secreta esperanza que ella la pudiese escuchar y entendiera mi secreto. Nuestro secreto.
Sorpresivamente la voz de Gonzalo Ayala me devolvía a la dura realidad. Ella ya no estaba y yo seguía allí, aferrado a mi ilusión platónica y esperando un milagro que no sabía cual era.
Con el transcurrir de los días mi pena de amor se acrecentaba al igual que mi temor por acercármele, lo cual me llevó a convertirme en impenitente cineasta y prueba de ello fue la etapa en que me lancé osadamente con varios compañeros de colegio, eso si, después de clases, para el teatro Eldorado. Si, el de la dieciséis con cuarta, a ver películas argentinas como "los muchachos de antes no usaban gomina"; mexicanas, como "la sombra vengadora", en el Alcalá y a Gastón Santos vestido con su traje amarillo, luchando contra los monstruos de la laguna y las momias de Guanajuato, en el Bachué.
Un sábado de un mes cualquiera, la cuadra amaneció convulsionada con ruidos ajenos a la tranquilidad de siempre, lo que me motivó a salir de mi tradicional encierro. Para desasosiego mío los extraños y poco armoniosos sonidos venían directamente de la casa de aquella esquiva vecina, la cual apareció lejana ante mí como una virginal aparición, vestida con unos apretadísimos jeans y trepada en lo más alto de un camión de trasteos.
Como consuelo final opté por refugiarme en un pequeño cuarto que existía al final de la casa y el cual yo había habilitado como salón de música, para escuchar en el viejo tocadiscos los tonos fuertes y marcados de dos grandes de la canción inglesa: Tom Jones y Engelbert Humperdinck, este último con "aquarius" y ambos luciendo en las carátulas de sus respectivos discos, gigantescas y patrióticas patillas y cubiertos por impecables camisas blancas bordadas con encajes; sus voces me transportaban aunque fuera momentáneamente, lejos de esta dura realidad.