Aquel hombre que permanece escribiendo sobre unos papeles, de repente dejó su bolígrafo en el escritorio. Se inclinó, echando la cabeza hacia atrás, mientras estiraba sus brazos a ambos lados. Está en camisa. Mira hacia arriba y ve en el reloj de pared las seis de la tarde. Reconfirmó la hora con el que el tenía en su muñeca izquierda y arqueó ligeramente las cejas. Se levantó para dirigirse hasta una puerta que está a la derecha del escritorio. La abrió y descolgó de un gancho metálico su saco gris. Se lo puso lentamente. Caminó hasta la puerta de madera y vidrio, la abrió y salió no sin antes asegurarse de dejar todas las luces apagadas. Cerró con llave y se dirigió al ascensor. Esperó pacientemente, después de haber pulsado el botón. Instantes después la puerta se abrió y nuestro hombre se metió. Las luces indicadoras del ascensor se van encendiendo. Quinto, cuarto, tercero, segundo, primero.
En la calle no había mucha gente así que pensó que, sí caminaba hasta la casa no le llevaría mucho tiempo. Se notaba preocupado, pero trató de evadir sus problemas, ensayando una cancioncilla que se oía extraña en ese silbido frío.
Los almacenes de aquella ciudad no tenían la iluminación ni la alegría de otras tantas que él había conocido, pero tenía que estar satisfecho con ello. Por ahora, su vida estaba destinada a vivir allí. Pronto se encontró frente a su casa. Ya la noche había cerrado completamente y arriba la luna ayudaba a iluminar las solitarias calles.
Con la llave en la puerta, miró a ambos lados como con un presentimiento. Suspiró hondamente. La hizo girar y la delgada hoja se abrió. La negrura del marco se lo tragó, por esta noche.
Frente a un inmenso tablero que se enciende intermitentemente, un extraño hombre permanece con la cabeza agachada. Parece demasiado concentrado en su actividad. Sus manos tienen un aspecto extraño. Son de color anaranjado y, a primera vista, transparentes. Está colocando una tarjeta perforada en una ranura que hay junto a la pantalla. Se oyen ruidos y algunas luces se encienden por algunos segundos, hasta que, finalmente, en el tablero aparece la figura de un hombre de buena contextura física. En la otra mitad de la pantalla, está apenas el rostro. Normal.
Una puerta se abre mecánicamente. El hombre parece no darse por enterado hasta que otro extraño ser, de aproximadamente dos metros de estatura, se sitúa cerca de él. Entonces se miran a los ojos. Son verdes y penetrantes. Se comunican mediante ondas mentales, puesto que no tienen habla. Son seres de otro mundo y han resuelto, entre otros muchos problemas, el de la alimentación, mediante inyecciones. El extraño diálogo continúa. El ser que entró se sienta en una pequeña silla. Dirije su rostro a la pantalla y parece estar meditando durante algunos instantes. Finalmente, salen.
Atraviesan el gran salón plateado, casi que sin tocar el piso, puesto que flotan levemente. Delante de la puerta, se detienen un momento, hasta que la misma se abre. Al otro lado está un iluminado pasillo por el que avanzan los dos seres. A ambos lados hay una serie se puertas y ventanillas que dan la impresión de ser de plomo o de algún metal, por su color grisáceo. Permanecen cerradas. Caminan en línea recta por un buen trecho hasta que, doblan a la derecha desembocando en otro paraje similar. Al fondo, hay una puerta verde. Los dos se paran delante de ella. Se abre.
Alrededor de una mesa circular hay seis de estos extraños extraterrestres. Cuatro hombres y dos mujeres. Estas últimas de una radiante belleza física. El que parece ser el jefe asiente con la cabeza para que los recién llegados penetren al salón. Toman asiento y da comienzo a la deliberación.
La nave interplanetaria se desliza velozmente en el espacio. La negrura exterior, contrasta con la brillantez verdosa de la misma.
En otro salón se controla el transcurso del viaje. Cuatro o cinco seres están delante de pantallas, radares, aparatos electrónicos, computadoras y toda una serie de elementos de alta tecnología. Uno de ellos está leyendo, en este momento, una cinta perforada que va saliendo de una ranura de unos dos centímetros, colocada en la parte superior de la máquina que se encuentra a la derecha. Otro mira en la pantalla los rostros humanos de un hombre y una mujer. Uno más en una especie de microscopio, está examinando lo que parece ser una serie de diapositivas en las que se alcanza a ver un parque de una ciudad cualquiera, un pequeño automóvil, una vieja casona, una anchurosa avenida, un pedestal de una estatua. Otro más proyecta sobre un telón, sin otra ayuda más que su mente, un conjunto de situaciones de la vida diaria: un hombre en el momento de afeitarse, una mujer en bata preparando el desayuno, un niño jugando con un carro mecánico, la fina lluvia que cae sobre una ciudad cualquiera.
Algunas gotas caían aún sobre la ciudad. Mauricio salió de su casa un poco malhumorado. El frío de la madrugada se calaba hasta los huesos y las calles permanecían solitarias. La mortecina luz de las lámparas les daba un aspecto siniestro. Al fondo se divisa un pequeño parque circular que divide, obligatoriamente, la anchurosa avenida. Las dos calzadas están separadas por una serie de árboles que alguna vez fueron bellos, pero de los que ahora sólo quedan recuerdos. Las casas permanecían como mudas testigas. En el ambiente se nota un algo extraño.
La estatua de una personalidad de aquella extraña ciudad, con su pétreo color blanco da un aspecto fantasmagórico. Es una figura que representa, posiblemente, a una estrella de cine y el autor, evidentemente, hizo un buen trabajo. El cabello le cae sobre los hombros, mientras una tímida sonrisa se aprecia en su bien terminado rostro. Ojos expresivos y una nariz que denota refinación. Los brazos caen sobre los costados. En un lado, un pequeño bolso da armonía al bien formado cuerpo. Por último, las botas, hasta la rodilla, colocadas grácilmente en el pedestal dan sensación de una buena obra.
Con su gabardina azul cerrada hasta el último botón y el cigarrillo en sus labios, se acercó parsimoniosamente hasta el pequeño aotomóvil, que permanece estacionado en la calzada.
Los dos seres escogidos están ahora en un inmenso salón, en cuyas paredes hay incrustados una serie de aparatos que evidencian gran actividad. Sobre el techo, exactamente en la mitad, hay una especie de lámpara completamente negra. Se acercan lentamente al centro del salón. A través de un vidrio, lo suficientemente grueso como para alejar toda posibilidad de romperlo fácilmente, otros hombrecitos del espacio están dándoles instrucciones. Con el brazo en alto, uno les indica que se coloquen debajo de la lámpara. Le obedecen. Una luz de color violeta les envolvió. Se van evaporando lentamente.
Su mano derecha, enguantada, accionó la cerradura que, con un suave click, se abrió. El atlético cuerpo se introdujo al coche. Miró por unos instantes la panorámica que se apreciaba al fondo y entonces tuvo un presentimiento. Con el dedo sobre un botón, involuntariamente, pensaba en su extraño sueño. Los limpiaparabrisas, de repente, se pusieron en movimiento. Las gotas de agua caían a ambos lados del vidrio que, por dentro, estaba empañado. El motor rugió potente quebrando el silencio de aquella mañana.
Con las manos sobre el volante, Mauricio continuaba ensimismado en sus propios pensamientos. No se dio cuenta que, por el asiento al lado derecho, una repugnante araña se deslizaba lentamente. El animal continuaba su marcha inexorablemente. La lluvia había arreciado aún más.
La nave interplanetaria pareció detenerse sobre un cojín de aire, muy suavemente y sin el más mínimo ruido. Es imperceptible aún para los más poderosos telescopios construidos por el hombre. Está estacionada a muchos kilómetros de distancia. En el salón de control, la actividad es febril. Sobre la pantalla aparece un poco difusa la silueta de una serie de casas. Poco a poco se va aclarando la imagen. Uno de aquellos seres se acerca hasta la computadora que parece ser la principal. Le introduce otra tarjeta. En la pantalla se ve ahora la figura de Mauricio en su automóvil, con las manos sobre el volante y a su lado, la monstruosa figura de un peludo animal.
Las últimas luces de la ciudad estaban quedando atrás. El automóvil hizo un giro hacia la izquierda y enrumbó por la carretera principal que lucía asfaltada. Sobre el pavimento algunas gotas de aceite producían pequeños haces de luces de mil colores, que se rompían al paso veloz de las llantas.
Las peludas patas del animal se colocaban muy cerca del abrigo de Mauricio. El mecánico movimiento de ellas le daba un aspecto colosal. Cualquiera diría que era un aparato mecánico, pero el áspero pelamen que envolvía su cuerpo hacía borrar cualquier duda sobre su autenticidad. Más cerca. Hasta empezar definitivamente su ascenso. Un ruido inperceptible, ahogado para Mauricio, por el que hacía afuera la lluvia.
Algunos vellos sobresalían bajo la impecable camisa blanca. Sobre la muñeca un reloj. La mano se volteó ligeramente. Faltaban veinte para las cinco. Los ojos de aquel hombre se encuentran directamente con los verdes de aquella mujer. Ambos asintieron sin decirse una palabra y continuaron en su mutismo.
Mauricio sabía que era una locura, aunque en aquella ciudad extraña y de locos, cualquier cosa podría suceder. Pero, ¿por que le había parecido tan real? Despertarse en mitad de la noche, bañado en sudor y asustado cual niño temeroso, no era ni mucho menos normal. Como tampoco lo era el hecho de haberse visto envuelto en los brazos de la mujer estatua. Caminar con ella tomados de la mano, por el húmedo césped y riendo como enamorados.
La enorme masa negra resplandeció aún más avanzando con su parsimonia sobre el azul tapiz que le formaba el abrigo. Ahora estaba a la altura de las caderas, pero Mauricio aún no la notaba. Sin embargo, una sensación de frío le recorrió todo el cuerpo.
En la nave, los hombres consultan silenciosamente sus respectivas opiniones. Parece haber una gran satisfacción por lo que está apareciendo en la pantalla. Continúan escudriñando los más mínimos movimientos, tanto del animal como de su víctima.
Las pequeñas colinas verdes en este momento están grises. Están a un lado de la carretera y son salpicadas ocasionalmente por la lluvia que sale de algún charco cuando el veloz automóvil pasa sobre ellos. La lluvia aún continuaba.
La mano de Mauricio buscó afanosamente la lámpara. De súbito, la habitación se vio envuelta en radiante iluminación. Se incorporó agitadamente en la cama, entrecerrando de momento sus ojos. Lentamente los fue abriendo. Miró casi desesperadamente a su alrededor, creyendo encontrar algo que no esperaba, pero que interiormente le causaba pánico. Nada. Las cosas de su habitación parecían tan normales y reales. Sobre todo reales. Sus ojos descubrieron entonces en el suelo, una masa que en principio le pareció informe. Tuvo que aceptar que era verídica. El pequeño animal pareció agrandarse ante los ojos atónitos de Mauricio. Sacando fuerzas de donde no las tenía, le arrojó un zapato.
Por el espejo retrovisor la vio. La asquerosa alimaña estaba justo sobre su hombro y Mauricio podía sentir ahora sobre su piel en la cara, el contacto de su peludo cuerpo. Tragó saliva nerviosamente. Y luchó por controlarse. Sus movimientos ahora se hacían lentos. Redujo la velocidad de su automóvil le pareció que la sangre se le había helado en sus venas, mientras el sudor le recorría todo el cuerpo. Seguía lloviendo intensamente.
Ella miró inquieta por la ventana, su mano derecha corrió sobre el vidrio, dejando una estela limpia en el centro. El permanece en el fondo de la habitación, pensativo, pero sin dar muestra absoluta de temor o preocupación. Tiene la mano derecha sobre la barbilla. Se alcanza a ver su reloj. Marca cinco minutos para las cinco. Pero es un aparato extraño. Tiene un curioso color verde a su alrededor.
Gruesas gotas de sudor perlaban la frente de Mauricio. El terror casi le había paralizado por completo. La respiración se hacía ahora más dificultosa. Un nudo en la garganta le impedía gritar de horror. La voz no le saldría. Casi sabía que sus posibilidades eran nulas. El más mínimo movimiento sería suficiente para que aquella araña le clavara su afilado punzón. Endureció los músculos de su cara buscando, aparentemente, la solución más conveniente. Pero no la hallaba. Mauricio está supremamente pálido. Tiene en todo su cuerpo una sensación de piquiña. Desea rascarse, pero no puede hacerlo por temor a que el animal le ataque. Ha disminuido la velocidad del auto, al punto que da la impresión de estar parado. Pero, está andando, muy lentamente. Mauricio ya decidió su suerte. Sólo le resta esperar el piquetazo. En el reloj se oyeron cinco campanadas. La cabeza de Mauricio yace colocada sobre el vidrio izquierdo de su auto. Tiene una ligera sonrisa y nunca dará la impresión de estar muerto, o desvanecido. Diriamos que se encuentra en estado de inanimación.
Un rayo violeta los envolvió a ellos. Sus cuerpos empiezan a desaparecer lentamente. Parecen evaporarse en el aire hasta desaparecer totalmente del mundo terráqueo.
Afuera, la mujer estatua se ha ido desmoronando lentamente, a pedazos, como si estuviera hecha de sal.
La lluvia había cesado.