Un presagio de lluvia se extendía por el frío aire de la sabana. El cielo gris y encapotado. A lo largo del anchuroso corredor, algunos pasajeros madrugadores, circulan en las dos direcciones. Pequeñas nubes de vapor se escapan por la boca. En un extremo del corredor están situadas las oficinas de la empresa que nos llevará a nuestro destino. Grandes maletas se acumulan, una tras otra, esperando que el recogedor las ponga en circulación. La gente, a esta hora, generalmente habla poco.
Arriba, en la sala de espera, miles de personas. Es curioso, pero más de la mitad de ellos viene solo a despedir a uno, dos o tres familiares a lo sumo, el resto se queda. Por el alto parlante, una voz femenina anuncia la llegada del vuelo procedente de Miami. Algunos se movilizan.
Sentados, esperamos el momento en que nos llamen al nuestro. Los pensamientos acuden a la mente y miles de planes se forjan. El humo de los cigarrillos hace extrañas volutas en el aire para luego evaporarse. De repente, otra vez, la voz femenina llamando: "SAM anuncia la salida de su vuelo 502 con destino a San Andrés y Managua. Pasajeros favor abordar el avión por la puerta de salida No.2 del Muelle Internacional."
No se por qué, pero cuando se hace esta clase de llamados, la gente casi corre. La parte del aeropuerto correspondiente al Muelle Internacional estaba en construcción: la mitad de la gigantesca puerta de acceso permanecía sellada. A su alrededor, ladrillos, restos de cemento, etcétera. Mirando a través de los cristales, se divisan algunos aviones, posiblemente comerciales. Un gigantesco jet de Avianca está descansando en un hangar; sobresale su parte trasera semibrillando con los rayos de un tímido sol que aún no se decide a salir.
Finalmente entramos: un largo corredor rodeado de inmensos ventanales, a cuyo final está una escalera por la cual descendemos hasta llegar a otra puerta que desemboca directamente sobre la pista del aeropuerto.
La escalerilla nos deja en el interior del aparato. Está dividido en dos hileras, a la derecha de tres asientos y a la izquierda de dos. Tapizado totalmente desde la nariz hasta la cola, ofrece un buen aspecto, si bien no derrocha lujo. El carreteo por la pista es rápido hasta que el avión debe detenerse a fin de darle oportunidad a otro de Satena-si mal no recuerdo- para tomar pista. Los momentos de tensión pasan implacablemente.
El aparato se eleva majestuoso produciendo una sensación de vértigo y vacío en el estómago en tanto que el impulso nos jala hacia atrás. Los espaldares permanecen estáticos. Adelante el tradicional letrero está iluminado:"No Smoking/No Fume".
Por la ventanilla se divisa la ciudad que comienza otra jornada más. Prados, vehículos, casas, árboles, edificaciones, avenidas muy pequeñas. Una nube se interpone en el camino. El frío bogotano todavía está muy metido en el cuerpo, a pesar que el sol se decidió, por fin, a alumbrar.
El trecho por recorrer es aún largo pero como parece costumbre, el avión se retrasó: una hora esta vez. Las manecillas marcan las 8 y 40 y si todo marcha bien, aproximadamente a las 10 debemos estar tocando tierra en el aeropuerto de Cartagena. El silencio es sepulcral. Algunos leen, otros piensan, los de más allá fuman. Las luces ubicadas encima de la cabeza permanecen encendidas. Quizás un llanto de niño es lo único que se oye. Un vacío hace que la sensación estremezca el cuerpo. La azafata comienza la repartición de desayuno: jugo enlatado, emparedado de jamón, queso fundido, consomé y café con leche. En pocos segundos, los alimentos desaparecen y el ambiente se anima. Se oyen comentarios y charlas.
Más adelante, una ginebra helada con limón, contribuye a hacer subir la temperatura. Los ventiladores se ponen a funcionar. Las caras se llenan de grasa y el sudor, en gotas, rueda por ellas.
Otro panorama: Cartagena. El cerro de la Popa se divisa imponente, lo mismo que el Castillo de San Felipe, dormidos y guardando tantos recuerdos en la historia del país. La entrada al aeropuerto de esta ciudad es comentada desfavorablemente por los pasajeros. La ansiedad por llegar a San Andrés es ilimite. En el ambiente se palpa un cambio. El aparato se detiene en la pista mientras se hace la revisión rutinaria que dura aproximadamente una media hora y durante este tiempo, los pasajeros deben permanecer, asándose, dentro de él. Los vasos de plástico con anuncios de Postobón circulan de mano en mano, conteniendo el precioso líquido: agua.
Un par de azafatas da explicaciones prácticas acerca de la utilización de salvavidas, cumpliendo disposiciones que indican que para toda aeronave que vuele sobre el mar se deben hacer. Porque de aquí en adelante será una hora y treinta minutos sobre agua. El cupo se ha reducido. Los que se quedan, en su mayoría, nos acompañarán a la paradisíaca Isla. Otros, proseguirán viaje a Managua, la capital de Nicaragua en Centroamérica.
El trayecto continúa sin mayor novedad.
Ya cerca de nuestro destino, otra cabinera reparte entre los pasajeros unas hojas que deben ser llenadas por los visitantes al puerto libre colombiano. En ellas se consignan datos de identificación personal y de la empresa de aviación, fecha de llegada y de salida. Es un control de -suponemos- la Aduana.
Los 2.380 metros del Aeropuerto de San Andrés nos esperan. Antes, enclavada en medio del mar, una isla pequeña parece naufragar. Su exuberante vegetación indica que -como algún gracioso dijera: "la mano del hombre no ha puesto todavía su pie".-
Sobrevolando el azul atlántico pensamos que la isla está más cerca del continente centroamericano que de nuestro propio país. Un giro notable hacia la izquierda hace poner alerta a los habitantes de la nave. Parece que el viaje está tocando a su fin.
Ahora el calor sofocante está haciéndose sentir. La ropa comienza a pegarse al cuerpo, el pelo enmarañado cae rebeldemente sobre el rostro, mientras manos y cara sudan copiosamente. Por la ventanilla tratamos de divisar algo. El avión pierde altura hasta que comienza a posarse, suavemente, sobra la pista. A un costado, inmensos árboles de coco y palmeras tributan cordial bienvenida.
El regocijo de visitar, por primera vez, esta parte de la geografía colombiana, es contagioso. En todos los rostros hay huellas de alegría y entusiasmo. Los frenos de la moderna aeronave son accionados.
EN SAN ANDRÉS
Los trámites burocráticos empiezan desde el mismo momento en que el visitante toca tierra. Tras la entrada, por la puerta principal del simpático aeropuerto dotado de buenas y modernas comodidades, se llega a una serie de oficinas. Aquí hay que llenar unas hojas especificando datos de identificación y otros. Después el reclamo de los respectivos equipajes que alcanzan los maleteros, en cuyas gorras se leen bordados los más extraños nombres: Smith, Peterson. Y, la primera propina.
Automóviles de toda clase adaptados como taxis esperan a una orilla del aeropuerto. El corto viaje por la Isla permite observar con calma algunos detalles de la tierra que se va a conocer. Típico de las ciudades costeras es la construcción de la carretera que bordea las doradas arenas de la playa. Y San Andrés, no es la excepción. El calor es sofocante y el cansancio de un viaje que se supone ha comenzado a las 7 y 30 de la mañana se empieza a hacer sentir.
Un par de cuadras a la izquierda, luego a la derecha, de nuevo a la izquierda y finalmente el "Gran Hotel". Una mole de cuatro pisos semireconstruida. A la entrada, una inmensa cantidad de gentes se apretujan tratando de conseguir una habitación confortable a la menor brevedad posible. Al cabo de unos minutos, que parecieron horas, la llave sujeta a un pesado marco de hierro está en las manos de cada uno. Exactamente al frente de la recepción aparece la escalera de madera que habrá de conducirnos a nuestra habitación.
La lenta ascensión por los peldaños prolonga la agonía de los cuerpos cansados. Segundo Piso. El corredor está enmarcado por habitaciones y en medio de ellas el patio-comedor. Tercer Piso. Un gran sofá de cuero café nos tributa la bienvenida (sobre reconfirmar "calurosa").La llave se desliza por la cerradura y la puerta se abre. El salón, recubierto con baldosines coloreados. Al fondo, una ventana cuyos marcos jamás se pudieron abrir; sobre ella una cortina abierta deja pasar los rayos del sol. Dos camas gemelas separadas por una mesita de noche completan el cuadro final de la habitación. En medio de ella, un desvencijado ventilador trata de "enfriar" un poco el aire. Sobre el otro costado, tres camas con sus blancas sábanas, colocadas milimétricamente debajo de la ventana principal. El tocador de madera, más allá un armario y, lógicamente, el baño: amplio, pero bastante escaso de jabones.
La blanca cama incita al descanso aunque solo sea momentáneo pero, la hora indica que el almuerzo se debe estar sirviendo ya.
En el baño ocurre la primera decepción. La espera ansiosa de sentir en el cuerpo un abundante chorro de agua helada se frustra violentamente cuando de el grifo escapa el agua...pero salada!Desafortunadamente parece que este hotel no cuenta por lo menos ahora, con una reserva de agua dulce suficiente para aprovisionar sus clientes. Tal vez se deba a la ampliación que por estos días se hace.
Abajo, justo cuando termina la escalera está un escaparate de madera en donde se deja la llave y se piden los tiquetes para la alimentación. Por el pasillo en cuyo techo sobresalen tres ventiladores gigantescos se va al patio-comedor. Un gran número de mesas están colocadas proporcionalmente en cada uno de los salones que en conjunto forman este recinto, separados por moles de concreto artísticamente transformadas en columnas. Después de acomodados, la lucha por conseguir que lo atiendan. Bueno, sucede que hay muy poca cantidad de meseros para la cantidad de gente reunida aquí. Finalmente, el almuerzo: sopa de buena calidad pero un poco fría, arroz, pescado, papa pésimamente cocinada, atún, pan, dulce y un pequeño vaso con leche.
El cambio de clima provoca un sueño que repare las energías. Al despertar, el lógico malestar: dolor de cabeza suave, ojos somnolientos, una sed espantosa y descoordinación de ideas. Miro el reloj. Marca las cinco y treinta. Así que este pesado primer día está casi muerto.
Tras dejar la llave en la recepción, la visita obligada a fin de palpar el ambiente Sanandresano. El calor no ha disminuido mucho pero está un poco más fresco. Diagonal al Hotel está ya el comercio. Los televisores, equipos de sonido y cámaras fotográficas se mezclan con juguetes, pantalones, blusas, vajillas en curiosa sinfonía de colores y precios. La avenida 20 de Julio-si la memoria no falla-, es la principal. El recorrido ansioso por los almacenes y la consulta de precios absorben rápidamente las horas y como en el hotel no esperan a que Usted regrese para servirle la comida, hay que retornar por la misma vía.
Muy cerca de la habitación que nos ha correspondido, hay un pequeño balcón con algunas sillas que invitan al reposo después de la comida. En una mecedora y mientras el humo del cigarrillo sube por el aire caliente se escuchan afuera los ruidos de una ciudad nocturna. Las motocicletas pasan raudas llenando el ambiente con su atronador ruido. Más allá las luces de neón guiñan coquetamente. Arriba, el firmamento está tranquilo. Algunas solitarias estrellas aparecen y desaparecen con idéntica facilidad. Abajo, algunas letras del inmenso aviso del hotel se han dañado. Las cuento...siete...ocho...nueve. Hay cuatro cuyo interior ha quedado ausente de toda luz.
La mano busca el suiche. Lo acciona. La iluminación del corredor desaparece.
La noche invita a descansar.
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Generalmente en tierra caliente uno siempre se despierta más temprano que de costumbre. Y aquí tampoco hay excepción. El primer paso, casi automático, es tomar una buena ducha...aunque sea con agua salada! Rutinariamente uno planea sus cosas para el día. Un buen desayuno, quizás un cigarrillo. Volver a subir a la habitación para colocarse su vestido de baño, la cámara fotográfica y una camisa por encima. El atuendo listo.
Saliendo del hotel y por la misma cuadra, en toda la esquina hay un punto de referencia interesante: la oficina de Telecom. Bajando por la misma, un par de calles hasta llegar exactamente a la carretera por donde a esta hora, como todo el día, pasan motocicletas veloces. Al atravesar la calzada ya se siente entre los dedos de los pies, la arena fina de la orilla.
Al frente, un inmenso islote: Johny Kay. Cuentan que sus playas son tanto o más formidables que estas. Las embarcaciones que van hasta Johny tienen un estricto horario. Recuerdo que la última tal vez regresa a las cuatro. El viaje es relativamente corto, pero para convencernos hace falta más que eso.
Sentado a la orilla, con las piernas estiradas, el agua golpea apaciblemente. Ya a esta hora, la playa comienza a llenarse. Y se ve cada cosa. Cuatro hermosas muchachas con minúsculos bikinis llaman profundamente la atención. Seis o más hombres juegan al fútbol con una pequeña pelota de caucho. Unos niños gritan alborozados en el mar: giran como torbellino incontrolable alrededor de un pequeño bote salvavidas, en cuyo interior otro chiquillo ríe a carcajadas.
El sol empieza a picar en la espalda. Las sombras de las palmeras se proyectan graciosamente sobre la blanca arena.
Mar adentro, expertos nadadores de esta isla, levan a los visitantes ansiosos y arriesgados, para que vean más de cerca las bellezas del fondo del océano. Es nuestra primera experiencia en el y como no lo conocemos, es prudente esperar un poco. Total, aún tenemos tiempo. El horizonte se funde en una sola línea: mar y cielo.
Ya casi sobre el mediodía es un buen momento para las tomas de fotografía. El calor es agobiante pero alrededor de las dos es aún peor. Un último remojón en las tibias aguas del mar, pone punto final a esta mañana.
En la recepción, tras habernos cambiado, el momento de reclamar los tiquetes para el almuerzo. Otra vez la demora en el servicio y la comida buena pero que el estómago extraña.
Definitivamente el adaptarse a un clima que es radicalmente diferente al de la capital requiere su tiempo, porque ni los más mínimos deseos de caminar nos llegan. Por ahora, nuestro cerebro solo recibe ordenes de estar cómodos, quietos, descansados. Y el cuerpo obedece. Recostados en la blanca sábana, los ojos somnolientos se niegan a seguir abiertos. Un común sopor se apodera de ellos hasta que lenta pero seguramente, se cierran.
El despertar ya es habitual con sus lógicas consecuencias. Pero a esta hora, por lo menos hay un poco mas de fresco. Sin embargo, la cara está aún llena de grasa y por la frente ruedan inmensas gotas de sudor. Y peor aún, sin agua fría, dulce. El pelo se enmaraña caprichosamente, impidiendo que la peinilla circule libremente. No tiene objeto bañárselo con champú, puesto que el agua gruesa no reporta ningún beneficio. El ventilador que pende del techo está al máximo, sus aspas producen un peculiar ruido. Tras los cristales se divisan algunos proyectos de casas. Construidas con toda clase de artículos disponibles: tablas, latas, cajas de cartón, acrílicos, vidrios, plásticos. Son los tugurios que nunca faltan en ninguna parte. Y aquí es paradójica la situación. Han construido de tal manera que hay un estrecho callejón sobre las paredes laterales de las edificaciones y a espaldas de estas se ubican las barriadas. Esto es, que tras un lujoso edificio puede perfectamente esconderse la miseria más grande.
El comercio está casi unificado: hay que aprovechar para conseguir algunas vajillas, los licores que son baratos, algunas cremas importadas, perfumes, electrodomésticos, máquinas de escribir y terminar por llevar baratijas que al final le harán más bulto que utilidad
En lo alto de una edificación que recién se construye, al frente del Hotel, los obreros cesan su martilleo constante. Las luces se prenden y la isla vuelve a su vida nocturna.
La voz de Cheo García se deja escuchar sobresaliendo al acompañamiento de la Billo's. Después vendrían otros cantantes de música "salsa". Adentro la informalidad de una pequeña reunión isleña se nota: una simple camisa, un pantalón, zapatos mocasín y ron...mucho ron. Mezclados con gentes de todos los departamentos, la charla se salpica con los más variados temas. Desparramados alrededor de la rústica sala, cuatro o cinco asientos que sumados a dos butacas conforman todo el mobiliario. Los pequeños vasos de plástico conteniendo el licor puro o con dos cubitos de hielo, circulan de mano en mano. Las notas musicales continúan extendiéndose por el ambiente, al tiempo que los hábiles pies de los bailarines, marcan el compás. Afuera el tiempo es fresco. En el pequeño corredor que da a la calle, en sendas mecedoras, dos mujeres toman el aire, abanicándose con trozos de papel periódico.
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Los primeros rayos del sol se cuelan por la transparente tela que recubre la ventana, bañando el techo de un extraño resplandor. En medio, el ventilador sigue cumpliendo su labor. El paso del tiempo lo ha fatigado y pide a gritos un poco de clemencia. Hoy es domingo.
Sobre una mesita de madera, el gran recipiente de agua fresca y helada nos motivó para bañarnos el cabello con el agua que se ha puesto para beber, con un resultado sorprendente cuando la peinilla corrió libremente por entre la mata de pelo. Fue, posiblemente, la sensación más agradable en nuestra estadía en la isla.
Con el propósito de matar un poco el tiempo decidimos conocer un poco el Hotel. Sobre la derecha de la escalera, un espacioso corredor le permitirá llegar hasta otro balcón o pasillo. Al lado izquierdo, los cuartos más sobrios e imponentes dotados de alfombras y mejores terminados. Abajo, la piscina de la que muy pocas personas saben y que, entre otras cosas, nunca vimos en uso, está enclavada en medio de concreto y vegetación, en donde alcanza a sobresalir un letrero del "Gran Hotel". Al final del corredor, las nuevas habitaciones que se proyectan con el fin de ampliar la capacidad hotelera del mismo. La escalera, también semiconstruida, lo llevará a la primera planta en donde tiene dos alternativas: continuando por la línea paralela a la piscina, encontrará espaciosos salones que alguna vez fueron utilizados por cuanto varios borrosos letreros pregonan "Casino-Bar" y al frente, una puerta de varilla, abandonada, que le dará paso a una especie de pasaje por el cual, en segundos, estará en la calle. Pero también puede desviarse hacia el otro lado en donde hay un patio cubierto que, suponemos, va a emplearse como parqueadero. La puerta conduce a la calle exactamente a espaldas del Hotel y muy cerca del comercio sofisticado de la isla.
Con la extraña sensación de no tener una meta fija, de no haber definido un plan concreto para la tarde, se dejan transcurrir las horas. El lento tic-tac del reloj continúa su marcha inexorable. Quizás sería oportuno escuchar un poco de música o tratar de encontrar el aire fresco de la playa.
Tras un cambio de ropa, un reparador baño y una buena dosis de loción extranjera que tan fácilmente se consigue, se está listo para comprobar la vida nocturna en esta parte del continente. El recorrido a la salida del Hotel, por la avenida que está poco concurrida. Posiblemente por el hecho de ser un día festivo o por alguna otra razón desconocida por nosotros.
Al llegar a una imponente arteria cuyo final se pierde en la negrura de la noche se empieza a observar movimiento humano. Hacia el centro de la cuadra, un joven que pretende ser portero de algún sitio de diversión nos detiene. Ofrece los servicios de una discoteca. Una mirada inquisidora y la decisión mutua de entrar.
Esta discoteca -cuyo nombre desafortunadamente, se nos escapa- tiene una entrada que si bien no es muy original, si es bastante curiosa: es hacia adentro, esto es, como si fuéramos a un sótano. La puerta está enchapada totalmente en espejos. El ambiente es pesado. El humo de los cigarrillos se aprecia elevándose en curiosas volutas que se estrellan contra el techo. Hay alfombra, lo que contribuye a hacer más caluroso el ambiente, a pesar de haber aire acondicionado. Las mesas que son cubos también de vidrio y espejo, están distribuidas estratégicamente a lo ancho del salón. No hay asientos, sino una especie de cojines, de variados y atractivos colores. La música rock, moderna a volumen moderado, deja escuchar su eco cadencioso. Después de algunos minutos, buscamos la puerta de la salida.
Otra vez respirando el aire tibio de la Isla continuamos avanzando un par de cuadras para enrumbarnos luego a la izquierda, otra vuelta más y llegamos al "Casino El dorado", donde el portero no opone ninguna resistencia a la entrada de los jóvenes deseosos, simplemente, de conocer de cerca las famosas máquinas tragamonedas que algunos solo hemos visto en cine o en la televisión. El primer salón está repleto. La distribución de las máquinas se hace a ambos lados. Probamos suerte en la primera. Nada. Otra vez, pero la suerte sigue siendo esquiva.
Al frente, el mar está tranquilo. Las olas, perezosamente, se arrastran hacia la playa. Allí reposan algunos segundos, mojan la arena y vuelven a su medio. Arriba, la luna guiña coquetamente, su único ojo.
El inmenso letrero de neón relampaguea insistentemente "Scorpion". Es otra de las famosas discotecas de la isla. Es un poco más oscura que la anterior, pero muchísimo más amplia. El aire acondicionado funciona mejor. Detrás de la inmensa puerta hay dos o tres mesas. Al fondo, una pista circular enchapada en madera. En este momento se encuentra llena. La música tropical se deja escuchar fuertemente por los alto parlantes y el licor no deja de correr.
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La sombra caprichosa formada por un pantalón que hay muy cerca a la ventana, semeja la silueta de un avión. La blanca pared parece mirarnos fijamente. Entre las sábanas se puede percibir el sudor caliente y pegajoso que emana el cuerpo. Los movimientos parecen lentos, descoordinados, pegajosos.
Bajamos a probar el último desayuno, sin sentir mayor cambio. Huevos, pan, café con leche, mantequilla. Observamos los rostros, procurando en un juego psicológico, adivinar quienes se marchan hoy con nosotros. "Estos de aquella mesa, el señor del sombrero, los niños que juegan alrededor de la mesa". Hay que mirar con mucho detenimiento las columnas, las paredes, el baldosín que recubre el piso, queriendo abarcarlo todo. Llevar un recuerdo grabado, una imagen para analizar, mil impresiones.
Alrededor de las doce del día, con todo el equipaje listo, hacemos parar uno de los taxis de la Isla. Un carro particular, adaptado para negocio. El hombre corpulento de tez morena con la blanca camisa ceñida al cuerpo y un pantalón claro, ayuda gentilmente a la acomodación de gentes y objetos. El trayecto hasta el aeropuerto es corto y aunque la hora de salida se fijó para las dos de la tarde, es muy conveniente llegar con suficiente anticipación.
Hay que hacer fila frente a las oficinas de guardia aeroportuaria. Correr dos puestos y esperar pacientemente a que la fila se mueva otra vez y el calor molestando. Otros dos y dos más hasta llegar, por fin a la ventanilla a presentar el formulario cuidadosamente registrado con la relación de mercancías compradas. Dejar las maletas que serán pasadas un poco después al avión. El viaje está terminando.
Instalados en la aeronave, recordamos fugazmente la toma de fotografías en la pista del aeropuerto, muy cerca al avión, como posan los pescadores al pie de su presa. Una mirada por la ventanilla para ver las plantaciones de la Isla. Una pequeña selva en medio de la cual nos movilizamos.
El paisaje, las situaciones de este momento en adelante, no distanciarán mucho de las que vimos inicialmente. Excepto que esta vez no hubo almuerzo para los viajeros. Una copa -servida en un vaso plástico- de ginebra, ya muy cerca de nuestro destino ayuda a relajar los nervios.
Volando sobre la capital, cuando la noche ya está cayendo, una ligera tormenta eléctrica amaga con acabar los pocos ánimos que nos acompañan. El resplandor de un rayo ilumina la noche. Lentamente, los segundos transcurren. De repente, una estabilidad enorme. Los músculos se relajan y se siente que la presión emotiva ha cesado.
El aparato toca tierra. La tierra que se ha añorado. Un último balance nos indica que muchas cosas se quedaron por fuera de esta aventura, pero la satisfacción de encontrarse uno nuevamente entre su gente, su frío, no deja pensar mas claro.
Y, aunque parezca mentira, sobre la capital no llovía.