Las últimas sombras de la noche caían sobre la capital. El autobús continuaba devorando los kilómetros, que de aquí nos separan de la ciudad de Bucaramanga. Es un viaje largo y penoso, pero de veras encantador. Atrás va quedando una ciudad que, dormida, continúa creciendo más y más. Adelante, Tunja. Sinónimo de progreso y encomiable vitalidad en busca de mejores horizontes.
Ya comienza a dejarse entrever la civilización del otro lado de la frontera. Sobre la marcha, en el autobús, "Ecos del Torbe" Venezuela. La tierra prometida de muchos compatriotas.
En Barbosa se dividen, exactamente, los departamentos de Boyacá y Santander. La parada por un instante y el tiempo suficiente para apurar un tinto o para desocupar un poco el organismo. La madrugada comienza a aparecer. Bordeando la ciudad, el río Suárez, perezosamente se desliza entre rocas y piedras, salpicando la orilla de una espuma sensual y provocante. Arriba, las estrellas hacen guiños a la tierra.
El humo del cigarrillo y el calor, que ya empieza a sentirse a esta altura del largo camino, obligan a cerrar los ojos. El sueño intranquilo pero reparador, hace que se olvide la carretera.
Socorro y San Gil vuelven a encontrarnos con los ojos muy abiertos. El recuerdo de la gesta libertadora, encabezada por Simón Bolívar y secundada por un puñado de valientes, nos viene a la mente en un recodo del camino. Por estos caminos polvorientos, hoy convertidos en espléndidas autopistas, cuantos jirones de su propio cuerpo dejó el Libertador. Caminos tapizados de sangre y abonados con sudor nacionalista.
Las luces de un nuevo amanecer ya se están metiendo entre valles y praderas. Ciudades y pueblos. Montañas y sierras.
El autobús que comienza a meterse entre el cañón del Valle Chicamocha, por donde corre el río del mismo nombre, nos indica la proximidad a la ciudad de los parques. A ambos lados de la carretera, picos y montañas imponentes. Cortadas con el cincel del tiempo y testigos mudos de miles de sucesos.
Sobre el pavimento, haces de colores que saltan a la vista como pequeños arco iris. El aceite de tantos autos cansados de trajinar por estas vías. El tributo a una vida de sacrificios. Una oveja que, de repente, sale a la carretera y la maniobra, ágil, veloz e instintiva para salvarle la vida y, de paso, la de nosotros.
Una extraordinaria obra de ingeniería asfáltica, nos da la calurosa bienvenida a Bucaramanga. De paso, el calor está empezando a infiltrarse entre los poros del cuerpo.
Una noche queda en el recuerdo y un nuevo día para vivir. ¿El futuro?
EN BUCARAMANGA
La impaciencia por bajar desespera. La meta- primera meta- tan ansiada, parece burlarse y se aleja en nuestra imaginación cada vez más. Pero, de improviso, estamos sobre las propias calles de la ciudad.
El conductor y su ayudante saludan a diestra y siniestra. Parece que han realizado este viaje muchas veces. Con el pito o con la mano, da lo mismo.
Sobre la izquierda de un gran parque - ¿El principal? -,el autobús detiene su marcha. El viaje ha concluido.
Las piernas, agradecidas, se estiran cuan largas son. Un poco de ejercicio no es tan disparatado en este momento. El viaje, para nosotros, debe continuar, pero, antes, hay que reponer energías. ¿La mejor forma? Un suculento desayuno.
Bucaramanga ya está despierta. El comercio en general está casi funcionando. En su totalidad, los de mayor importancia. Ya se sabe, el pez grande se come al chico.
Sobre una calle cualquiera, a la derecha, algunas casas. Como todas, fachadas de distintos colores. El sol y el agua han borrado algunos. Calles estrechas. Al fondo de una de ellas se divisa un parque.
En un costado el imponente hotel Bucarica y el club del mismo. Sobria edificación en donde se conjugan el modernismo y la audacia de una arquitectura que pretende romper todo convencionalismo. Con todo lazo que la una al pasado, buscando la innovación. Las cosas diferentes. Jóvenes. Casi exactamente al frente, una iglesia. Sin mostrar exagerado contraste, difiere en gran parte del hotel, conservando el aire típico de las cosas de los religiosos.
A la derecha e izquierda, edificaciones de todo tipo y que albergan toda clase de negocios. Bancos. Restaurantes. Casas. En el centro, lo de todo parque que se respete: bancos para enamorados. Árboles. Fuentes. Prados.
El calor no sofocante, pero si fuerte. Especialmente para quienes vivimos en clima frío, hace que algunas gotas de sudor rueden por la frente. El ambiente provoca situaciones curiosas. Un apasionado enamorado da un cálido beso a su compañera.
La silueta grotescamente proyectada por el sol que da de frente, se alarga a espaldas nuestras.
La búsqueda de un mapa de Colombia, da pie para recorrer con un poco más de amplitud las calles del centro de la ciudad. Y aquí hay que hacer un paréntesis para reconfirmar que la mujer santandereana es de las más hermosas del país.
Es cierto que Bucaramanga es la ciudad más limpia del país. No es que no exista suciedad o basuras en las calles, porque esto es realmente imposible, pero al menos no se nota en forma tan increíble como, por ejemplo, en Bogotá.
El tiempo para la visita es demasiado corto, pero queda el recuerdo de haber visto una ciudad que, si bien no es distinta a las demás, si conserva por lo menos una vida más sosegada y evidentemente mucho más tranquila. El clima de hospitalidad que nos impresionó, puede hacernos volver no una, sino muchas veces más.
HACIA VALLEDUPAR
De nuevo en el parque. Aquí finalizó una parte del viaje y comienza la otra. Alrededor del mediodía, la modorra hace sus estragos. Al comienzo, la carretera está impecable y los autos transitan velozmente. El golpe del viento, que se mete por entre las ventanas del autobús, refresca los rostros quemados por la acción del sol y salpicados por la tierra que se mezcla con el sudor.
El camino por recorrer es largo.
De improviso, en un recodo, la cinta asfáltica, se ha truncado. De aquí en adelante, a tragar polvo. La monotonía del paisaje no da para mucho tema. A ambos lados, impresionantes llanuras, cercadas en su casi totalidad. El cansancio del viaje, por otro lado, ya impide casi hasta pensar y solo dan deseos de estarse quieto. Sin hablar. Mirando sólo el vacío.
Atrás, el parloteo continuo de los costeños. Acostumbrados a permanecer siempre bajo estas temperaturas, tienen ánimo para hacer más de un chiste. Verde, naturalmente. Algunas paradas en sitios intermedios, dan oportunidad para que cualquier líquido corra por la garganta, limpiándola un poco de la suciedad e impurezas recogidas durante el agobiante trayecto.
De vez en cuando un pasajero que aparece sorpresivamente a la vera del camino, hace que el autobús se detenga. La región del Cesar es fértil, pero demasiado calurosa y el trecho que falta por recorrer es aún muy largo.
La ansiedad por poner punto final a la segunda parte del viaje da coraje para hacer algunas preguntas. ¿Por dónde vamos? La Jagua. ¿Falta mucho? ¡No!
Ya las sombras de la noche están cubriendo con su negro manto los caseríos-que no otras cosas son-, por donde vamos a velocidad moderada. El mal estado de la carretera no permite, como es nuestro deseo, mayor velocidad.
Uno tras otro, los cigarrillos van consumiéndose lentamente. La oportunidad o el calor, el cansancio, el sudor y el polvo, hacen apropiada la oportunidad para adormilarse un poco. En cuestión de minutos, más de la mitad de los viajeros están reposando (?)
Adelante, nos esperan los últimos caseríos antes de entrar, definitivamente, ¡por fin!, a Valledupar, Codazzi y La Paz, han quedado a la vera del camino. Hundidas en la oscuridad de una noche cálida. La ropa se empieza a pegar al cuerpo. Por la frente resbalan algunas gotas de sudor y la garganta vuelve a resecarse, pidiendo con ansiedad algún líquido.
A la entrada de la ciudad una inmensa pancarta dando la "Bienvenida a Valledupar".
Una ráfaga de viento golpea el rostro, mientras un hondo suspiro da alivio al corazón.
Ahora, sin descanso, a Maicao.
La noche se opaca aún más.
HACIA MAICAO
Casi sin tener tiempo ni para tomar un refresco, se reinicia el viaje. Cambio de automotor, pero el ambiente continúa siendo el mismo. Gentes de todas las regiones del país y de fuera, de Venezuela, se dirigen hacia Maicao. La gran mayoría con el objeto de traer alguna cosita. Bien sea para su uso personal o con el fin de colocarlo en el comercio.
El ambiente de Valledupar es bastante caldeado. Llegando de noche y por primera vez, hay que desconfiar de todo.
Por fin y cuando otra noche más se nos viene encima, arrancamos. Definitivamente el sueño y el cansancio vencen a más de uno. A pesar de la voluntad de no dormirse, este llega hasta nosotros, lenta, sigilosa pero efectivamente.
A la altura de Fonseca, en el departamento de La Guajira, la algarabía general nos despierta. Tratamos de indagar que ha sucedido y la respuesta no se deja esperar: el bus que salió un poco antes de nosotros, de la misma empresa, ha chocado. A la luz de los faros descubrimos que este se ha incrustado dentro de una choza rústicamente construida. La mitad sobresale sobre la calle. La otra parte está dentro. El conductor, angustiado, llora como un niño. Aún sin saberlo a ciencia cierta, se hacen las primeras cábalas sobre los muertos: tres o cuatro. Aún ahora, nunca supe cuántos fueron.
La luz de otro nuevo día se vislumbra allá lejos.
El camino por recorrer aún no termina. Se estrecha cada vez más, como tragándose todo lo que se atreve a desafiar su naturaleza. A los costados, inmensos desiertos con uno que otro árbol, dan la semejanza exacta de un estéril campo. El dominio arisco de los indios guajiros. Por nuestra mente desfilan una tras otra las miles de leyendas que sobre ellos se han hecho y, sinceramente, el temor de un asalto -cosas absurdas- o algo peor, nos hace estar alerta a cada trecho de la polvorienta carretera.
El galopar desenfrenado del corazón ansioso por llegar, está por terminar. Comentarios y voces indican la proximidad a Maicao. Algunas luces se perciben ya.
Otro día está comenzando.
Sobre los costados de la carretera, algunas rústicas casuchas. No se alcanzan a divisar sus letreros, pero fácilmente se adivinan: compra de pieles, tiendas, bares, etc. A la derecha, se toma la avenida principal de Maicao, algunas vueltas y, finalmente, el bus frena suavemente delante de una puerta cerrada: garaje. Los ocupantes descendemos. Algunos ya tienen su suerte definida. Otros, los que llegamos por primera vez, desorientados y temerosos. Esta población tiene fama y no precisamente de buena. A esta hora, alrededor de las cinco, hace frío. Un tinto muy caliente, nos trae a la memoria que hace muchas horas que no probamos bocado. Pero mañana, o mejor hoy, será otro día.
Acurrucados contra una casa y con las piernas colgando sobre el andén, esperamos la salida de un nuevo medio de transporte hacia Riohacha.
Es extraño, pero hace frío.
RIOHACHA: LA TIERRA PROMETIDA O EL FIN DE UN VIAJE
Viernes de un mes cualquiera.
Bajo una refrescante ducha de agua helada, el sudor y el polvo acumulado desde el miércoles en la noche, también de un mes cualquiera, corren velozmente hasta desaparecer por los huecos del sifón. El cuerpo agradecido, desentume los músculos.
Hace apenas dos horas que terminó la correría. Antes, una espectacular autopista nos trajo desde Maicao. El calor ya está haciéndose sentir y en el corto trayecto el sueño venció a más de uno. El paisaje continúa monótono: árboles resecos y áridas llanuras a ambos lados. El indio guajiro continúa conservando sus tradiciones, sus costumbres y su vestimenta. Es paradójico ver en los modernos buses que enlazan a estas dos poblaciones, individuos cubriendo su cuerpo con el clásico taparrabos de muchas generaciones antes. La mujer, vestida con la ya conocidísima manta guajira.
La proximidad de la meta hace que los nervios se exciten más de lo acostumbrado. Sabemos a ciencia cierta que no vamos a un paraíso, pero la sola idea de permanecer en descanso algún tiempo, es un gran aliciente para el espíritu.
Otro detalle curiosísimo en el trayecto: los indios también fuman. Y se han dejado contagiar por la civilización: legítimo Kent, de contrabando.
Un chorro rebelde de agua se mete por la boca, el precioso líquido resbala por la garganta.
Tras el reparador baño, el suculento desayuno en el comedor del Hotel Jimaura: huevos, mermelada, mantequilla, pan y café.
EL MAR, EL MAR, EL MA...!
Frente al hotel, las playas invitan al baño. No son precisamente una muestra de limpieza, pero están bien. Un fino polvillo se mete por entre los dedos de los pies. Claro, a veces se mete una piedrita, que no es, muy fina que digamos.
Adelante el horizonte. Cielo y mar muy juntos forman un limpio color azul. Un poco antes, el mar es verdoso y ya cerca a la playa, se torna oscuro. Casi gris.
A pesar del calor, el agua está fría. La gran cantidad de impurezas recogidas por el mar están depositadas muy cerca a la playa, lo que hace que la entrada sea un poco difícil. Superando este pequeño obstáculo...las plantas marinas que aquí abundan, comienzan a pegarse al cuerpo. Al principio es molesto, pero con el tiempo, se acostumbra. Las olas rugen con fuerza y se vienen impetuosas. Nunca hay calma en este mar. El agua, gruesa y oscura golpea suavemente.
Y si bien la playa no es como en otras regiones de la costa, por lo menos tiene una gran ventaja: nunca está demasiado llena. Aquí hay espacio para todos. Sobre la arena, un cuerpo de mujer descansa plácidamente. Anteojos, un breve bikini y muchas ganas de tostarse bajo los rayos caniculares del sol que, hacia el mediodía, castiga con más intensidad.
VISITA A LA CIUDAD
Sobre la playa, hay construcciones con negocios, todos del mismo tipo: restaurantes. Bordeándolos una muy bien pavimentada avenida que va de extremo a extremo.
El malecón más endeble -aparentemente- que se haya visto, incita a adentrarnos un poco en el mar. Está situado casi sobre la mitad de la distancia existente entre los dos extremos de la carretera que se alcanza a divisar. Camino lento. Un par de tablas separadas, dejan ver el mar que ruge, embravecido. A medida que se avanza, se comprueba aquello que el mar atrae. Sin descuidarse al caminar sobre el entarimado -a ambos lados solo mar-, los ojos están fijos en el horizonte, donde se fusionan agua y aire. El viento golpea al cuerpo haciéndolo balancear peligrosamente como una marioneta accionada por los hilos invisibles de un gigante. Al final, la vista impresionante.
El tremendo calor de esta región obliga a tomar un refresco. Y este es el momento de aprovechar: por una módica suma, una provocativa "fría" (cerveza) le aliviará la garganta. Es el aperitivo obligado antes del almuerzo. No sé por qué demonios aquí no se consigue la mojarra frita, pero un plato con pescado es un manjar del otro mundo: ¡¡¡acompáñelo de plátano, arroz, ensalada y yuca -que aquí no saben preparar-...ah!! y otras "frías". En cualquiera de los restaurantes que hay sobre la playa, consigue un buen almuerzo por un precio razonable.
EL FRESCO DE LA NOCHE
Cuando las luces del día están muriendo, el calor ha rebajado un tanto y es la ocasión para tratar de dar una ojeada a la ciudad. Siempre guiándonos por la carretera cercana al mar, hacia el sur una pequeña iglesia enmarca un bonito parque, en cuyos alrededores están ubicados las oficinas de Telecom. Mas allá, una carretera pavimentada, pero con algunos baches nos lleva, directamente al aeropuerto de Riohacha. Parece que ha mejorado bastante en relación a como era anteriormente. Tiene buen aspecto, limpio y espacioso, aunque no es una maravilla. Algunas casas de buena construcción indican el poderío económico de sus habitantes: un gigantesco antejardín, recubierto de brillantes baldosines, en donde hay algunas sillas propicias para tomar el fresco de la noche. Se divisa al fondo el comedor y la sala, enmarcadas por grandes columnas. No pude faltar, el televisor.
Subiendo en cuestión de minutos estamos en el límite propiamente de la ciudad. Al frente un sitio -la plaza principal-, que a estas horas permanece cerrado pero que de día es un hervidero de gente. A sus alrededores están ubicadas las oficinas de las flotas: Expreso Brasilia, Almirante Padilla, Copetrán, etc.
El retorno, generalmente es hecho por una vía que nos conduce, sin rodeos, al fondo de la ciudad -la carretera cercana al mar, de que hablábamos antes-. Es espaciosa al comienzo, pero se estrecha al final. Los automóviles pasan velozmente llenando el aire con los extravagantes ruidos de sus bocinas. Alguna polvareda se levanta.
La calma de la noche y el calor son motivos suficientes para aprovechar una caseta que a esta hora permanece abierta: una fría y un buen cigarrillo inducen a pensar en el mañana cuando, en otras circunstancias, viajaremos a conocer exactamente a Maicao.
MAICAO DE DÍA
Metidos dentro del bus, el calor a esta hora de la mañana, impide hasta hablar. Sudando por todos los poros del cuerpo y arrellenados en el asiento como estúpidos espantapájaros, queda sólo esperar el momento en que esta "cosa" se ponga en marcha. El rugido del motor simboliza el arranque del bus. Doblando hacia la derecha un par de cuadras, luego de nuevo hacia la izquierda se toma la magnífica autopista que en dos horas nos dejará en el "paraíso de los contrabandistas".
El trayecto es monótono. La gente "fría" se duerme fácilmente en el bus, debido a la placidez y la calma del paisaje.
Cuando el calor del mediodía comienza a hacerse sentir más fuerte, estamos parados en medio de una plaza - ¿la principal? -.En un costado de la misma, una caseta nos induce a refrescar la garganta. El dueño del establecimiento es antioqueño. Gran surtidor de enlatados, galletas, cigarrillos, licores, etc.
El sol picando sobre las cabezas. Calles polvorientas y el trayecto que se hace cada vez más largo, recorriendo el comercio de este pueblo. Por las calles circulan gran cantidad de vehículos con placas venezolanas.
Un pequeño "San Andresito" es lo primero que se visita. El surtido es inmenso: desde una cuchilla de afeitar hasta un equipo de sonido completo. Los precios oscilan entre lo ridículo y lo exagerado. Todo es cuestión de mantener un poco de genio y de regatear al máximo con los vendedores. Nunca se asuste cuando le pidan un precio demasiado alto. Insista o haga amago de retirarse: tendrá grandes posibilidades de llevarse el artículo de su gusto.
Aquí, visitando el comercio y caminando entre ríos de gente, el tiempo vuela. Y alrededor de las doce y treinta se cierran los almacenes. Así que aproveche al máximo.
Después de algún refrigerio y un merecido descanso (el calor agota más que el ejercicio físico), reinicie con ánimo su visita. Vea toda clase de mercancías. Pregunte y haga comparaciones. Maicao tiene fama de tener los precios más bajos de Colombia, pero no se fie. La mayor parte de las veces esto no es cierto.
Al caer la tarde, procure por todos los medios obtener su transporte. De lo contrario podrían sucederle cosas no del todo agradables. La mala fama de Maicao obliga al ejército a vigilar constantemente. Las redadas son frecuentes y si usted está sin sus papeles, corre el riesgo de pasar el resto de la noche en la cárcel de esta ciudad. Además, si no consigne transporte, pague una buena suma, por un expreso hasta Riohacha.
Tampoco intente utilizar los servicios de Telecom entre esta ciudad y la capital de la Guajira. Tendrá mayores posibilidades de viajar por tierra que de lograr comunicación.
Sobre los costados de la carretera algunos caseríos de los indios guajiros. ¿Qué hacen? Fumar y tomar aguardiente, aparentemente. ¿La realidad ?,difícil de establecer. Las fogatas se elevan hasta el manto negro del cielo, dando un aspecto de misterio y sobrecogiendo al visitante.
Es en estos momentos cuando uno siente más la atracción de Bogotá y es cuando realmente la echa de menos, pensando que aquí se está más cerca de Venezuela que de nuestro propio país.
OTRA VEZ RIOHACHA.DE COMO UN PEQUEÑO DETALLE HACE LA FELICIDAD.
Los rayos del sol se meten por entre las rendijas de la ventana. Sobre nuestros ojos descubrimos la blanca desnudez de la pared. Colgando, un inmenso ventilador llena de aire tibio la estancia, haciendo con sus aspas un peculiar ruido. Un nuevo día acaba de nacer. La ducha obligada acaba de despabilarnos y a la mente llegan los recuerdos de la ciudad; lo primero que echamos de menos es la comida de ella. Así que, una vez vestidos, la búsqueda de un sitio en donde desayunar lo de siempre. No dura mucho, pues en un recodo de la calle, un inmenso letrero amarillo y rojo nos llama la atención: "pollo listo". Una gran mesa de metal, madera y cuero en forma de eme nos da la bienvenida. El sitio es atendido por un bogotano, lo que da pie para una pequeña conversación. Y allí está el paraíso: pan, huevos, frijoles, café, mantequilla, mermelada, sopa. Por un momento se nos olvida que estamos en plena costa y que uno de los objetivos es, precisamente, variar la alimentación, pero, la humanidad es tan débil.
El programa ya casi obligado, no cambia mucho: tras el desayuno, una caminata hasta las playas del Jimaura y un baño de mar (...de "ma",como dicen por esta región),que se prolonga casi hasta el mediodía. Tostarse bajo los rayos solares, enterrarse entre la parda arena, pincharse con la adusta vegetación, fabricar castillos y destruirlos en batallas singulares, tumbarse sobre la playa, haciendo planes para un futuro mejor y no hacer nada, son los pequeños placeres que nunca se olvidan.
Después del almuerzo, una pequeña siesta en la "hamaca grande". El agua fría que golpea el rostro refrescándolo del gran calor que hace a esta hora y otra vez a caminar por las calles de la ciudad, que ya empieza a gustarnos. El ambiente de paz y tranquilidad que se respira, reconforta el espíritu. De repente, al dar una vuelta, ante nosotros encontramos una panadería. ¿Una panadería por aquí? Sí. Y hemos probado el más delicioso pan que jamás hayamos comido. O por lo menos este nos supo a gloria.
El sol dando sobre nuestras espaldas, pica violentamente. Los automóviles pasan velozmente. La gente, camina despreocupadamente a nuestro lado. Arriba en la plaza, principal sitio de afluencia de todos los sitios carreteables que unen a Riohacha con el resto de Colombia, está esperándonos nuestra meta. El día siguiente deberá visitarnos en Santa Marta, otra de nuestras magníficas ciudades costeras.
La tarde vuelve a sorprendernos en una caseta de las que ya conocemos. La cerveza circula de mesa en mesa. Hacia nuestra izquierda, una "gringa" come ávidamente un pescado magníficamente preparado. Sus torneadas piernas cruzadas hacen desviar la vista del plato a la botella a más de uno. Un perro vagabundo olfatea los restos de algo que alguna vez fue comida. La brisa encrespa suavemente las olas del mar, produciendo un sonido extraño, pero agradable. Los Ángeles Negros alternan con Alfredo Gutiérrez en el altavoz del equipo de sonido que, posiblemente, hayan traído de Maicao.
Cerca del Jimaura hay un parque que se presta para tomar el fresco de la noche. Con un cigarrillo que va de la mano a la boca, los pensamientos llegan a la mente. Arriba, la noche es pródiga en estrellas. Todas las despedidas son tristes y esta-espiritual y sincera- no lo es menos. Interiormente nos hacemos el más firme propósito de regresar, tal vez, en un futuro no muy lejano.
Germain de la Fuente..."y volveré...". Un nudo en la garganta nos impide hablar. Es tan fácil enamorarse de las bellezas que nosotros no hemos sabido apreciar.
SANTA MARTA
Las bruscas sacudidas del bus nos hacen poner alerta a cada metro de la carretera. Tiene trechos brillantemente pavimentados y otros atrozmente despedazados, en donde abundan los guijarros, la arena y el polvo reseco, por la acción del sol. El viento que entra por la ventana golpea fuertemente, pero al mismo tiempo airea un poco el rostro. El pelo pegajoso y sucio se mete por entre los ojos, impidiéndonos ver. Durante un calor de estos, las cosas más simples como beber un vaso con avena helada y fumar un cigarrillo, son placeres que difícilmente llegan a olvidarse. Y, en cada parada que el bus hace, la pausa obliga a ello.
Al dar vuelta sobre una curva, se divisa el tranquilo mar acompañado de increíbles acantilados. Bordeándolos, la carretera que une estas dos ciudades del litoral atlántico.
Por fin y cuando el cansancio hace que más de uno eche maldiciones y pestes, la última autopista que nos llevará directamente al corazón de la ciudad de Bastidas. Una curva por acá, dos más por allí, para desembocar finalmente en el paradero. La increíble sensación de estirar brazos y piernas ocupa algunos minutos.
El siguiente paso es el sueño "dorado" de todo turista: conocer El Rodadero. Bajando por la avenida principal, se llega hasta una carretera que está -como en Riohacha-, cerca del mar. Tras el andén, las playas atestadas de gentes de todos los credos, tamaños, colores. ¡Después, el mar incitante! Aquí, por algunos pesos, el viajero toma un autobús que le llevará en cuestión de diez o quince minutos hasta El Rodadero.
EL RODADERO
Por entre una serie de extrañas salientes montañosas, ninguna de las cuales alcanza más de 60 metros de altura, serpentea una hermosa carretera desde cuyo alto se puede apreciar la pequeña Santa Marta, semidormida en el letargo de la tarde que termina. A lo lejos, se vislumbran las primeras luces de nuestra meta.
Las inmensas torres del Tamacá y el Irotama sorprenden al visitante a medida que se interna entre este bosque de edificios y bulliciosa alegría.
El cansancio y el calor duermen plácidamente embutidos dentro del deshojado cuerpo.
La persiana de bambú deja colar los primeros síntomas de la vida humana: el sol. El cuerpo descansado, mientras los ojos ávidos de conocer, observan hacia abajo: un automovilista pita estrepitosamente, una pareja parece discutir. La brisa sopla impetuosa inclinando majestuosamente las palmeras.
Por entre un recoveco, el viento se filtra empujándonos momentáneamente. Continuamos el camino hacia la derecha, para luego enrumbarnos a la carretera de entrada y salida de este sitio. Al frente están ubicados "Los Boongaloos".Es nuestro destino provisional. Aquí, la cerveza vuelve a refrescarnos en tanto que a la vera del camino circulan velozmente toda clase de vehículos: motocicletas, automóviles, bicicletas y hasta las tradicionales zorras. El cálido ambiente amaga hacernos cerrar los ojos. Una tras otra, las horas avanzan lenta pero inexorablemente.
Diagonal a "Los Boongaloos",se encuentran una serie de casetas rústicas que se han hecho famosas por la excelente preparación que dan a sus platos típicos. La invitación es buena y como el hambre ya está haciéndose sentir, "la ocasión la pintan calva".
Un suave y agradable olor se esparce por la estancia. El humeante plato deja ver una mojarra frita, acompañada de los ya tradicionales condimentos: plátano, yuca y, naturalmente, limón. Tampoco puede faltar la cerveza. La mojarra frita que preparan aquí es como para chuparse los dedos y, bueno, nosotros no fuimos ni seremos los últimos en hacerlo. En silencio, bocado tras bocado, la ración se va consumiendo lentamente. El viento está silbando. Una hoja de papel periódico se eleva por los aires, haciendo dos o tres volteretas antes de caer.
Sobre la playa hay infinidad de carpas para la protección del sol. Está totalmente concurrida y casi no hay espacio para una persona más. Los bikinis en pleno apogeo. Unos chicos juegan al fútbol, descalzos y soportando la calcinante arena bajo sus pies. En el mar, se ven las cabezas de intrépidos nadadores que se han atrevido a ir un poco más adentro. Un par de horas bajo la refrescante acción del agua y después a recorrer un poco la playa. Un pequeño riachuelo une su escasa potencia con las rugientes olas del mar, limpio y cristalino a través del cual se logran divisar algunos de sus habitantes: algas, diminutos peces, piedrecillas y desperdicios.
La noche es fresca y el viento que no ha dejado de soplar, ayuda a soportar con placidez el cansancio de un día agobiante. Desde la terraza se divisa El Rodadero, semidormido. El negro manto une mar y cielo, mientras el calor de unos tragos incita a la conversación hasta cuando surge la idea de dar un paseíto.
Una avenida cercana al mar está a esta hora muy concurrida. A lo largo de ella, distintas parejas permanecen sentadas sobre bancos de cemento, junto a los árboles, algunos de los cuales dejan caer, perezosamente sus hojas. En silencio se observa la algarabía de unos jóvenes que hacen corrillo en una esquina, llenando el ambiente de contagiosa alegría y expandiendo sus risas al aire. Las luces están deficientemente colocadas por lo que, algunos sectores de estas Avenida permanecen oscuros. Una muchacha con una pequeñísima blusa atada a la espalda con un delgado cordón, hace que alguna maldad de chicos acuda a nuestra mente, pero...
Caminando por aquí, dos o tres veces, el sueño empieza a llegar suavemente...
EL REGRESO
"La Fonda del Paisa" en Santa Marta, nos llama la atención. Subiendo por unas semiderruidas escaleras alcanzamos el piso alto. Al fondo se divisan algunas mesas vacías, pero nadie se da por enterado de nuestra visita. Insistimos llamando a grandes voces. Silencio, nada más. Así que con mucho pesar nos tuvimos que devolver por donde vinimos. Otra vez será.
Huevos revueltos conseguidos cerca, pan y café constituyen el alimento del día que vivimos. Vendedores ambulantes de cigarrillos y mercancías de contrabando circulan como moscas. Las primeras gotas de sudor resbalan por la frente.
Los parques de la ciudad recuerdan al Libertador de Colombia, Simón Bolívar. En cada uno de ellos existe una estatua como fiel testigo del progreso de Santa Marta.
La polvorienta calle permite divisar desde lejos la estación del ferrocarril que nos llevará de regreso a Bogotá. Caminando por entre los rieles, recordamos un poco los días de la niñez, tal vez un poco lejana. Cerca, existe un pequeño restaurante en donde sirven la avena helada más sensacional que hayamos tomado.
Mientras transcurren las horas antes de enrumbarnos, definitivamente, hacía la capital de la República, accionamos la cámara fotográfica, buscando los mejores ángulos de las playas, los edificios, los parques de una ciudad que evidencia franco progreso. El sol con sus rayos caniculares, comienza a golpear con mayor fuerza, lo que acaba de golpe con las pocas energías que conservamos. Sentados en un banco de cemento, donación de alguna entidad poderosa de la ciudad y con los ojos estáticos en el mar, dejamos pasar indiferentes los minutos.
Mediodía. Sólo faltan cinco horas para que el ferrocarril nos empiece a devolver al corazón de Colombia. Un almuerzo habitual: carne abundante, yuca, arroz y plátano acompañado de una cerveza, nos restituye algo de la fuerza perdida. Los ojos ansiosos descubren a cada momento, cosas nuevas e interesantes. Los buses urbanos son muy pocos, pero, en cambio, abundan los taxis.
La larga hilera de gente con sus tiquetes en la mano, espera ansiosamente la orden de abordar el ferrocarril. De repente, el tumulto pugna por entrar todos primero, como si no sobrasen asientos. Hasta por las ventanas lanzan los equipajes. Con un calor que se hace cada vez más fuerte, pegados materialmente contra el asiento y con el sudor bañándonos la frente, nos aprestamos a la parte final de un viaje quizás un poco aventurero, pero emocionante.
La pesada máquina se pone en movimiento lanzando al aire su gratísimo aullido y llenando el viento de espeso humo negro.
Las casas, los postes y el paisaje austero, pasan lentamente por las ventanillas del pesado carruaje que a esta altura parece un verdadero horno. En estos casos no hay miramientos ni penas que valgan: la camisa se deja a un lado del asiento, procurando ahuyentar, aunque sólo sea en mínima parte el bochorno del ambiente monótono y pesado. El tiempo transcurre lentamente, exasperando los nervios. El sueño, lógica consecuencia del calor y el cansancio, llega lentamente cerrando los párpados.
-Gasiosa a peso! A peso la gasiosa!!- la estridente voz de algún vendedor que hace sonar las botellas chocándolas unas contra otras nos despierta bruscamente. En el fondo del pantalón quedan algunos pesos. La mano rápidamente ofrece el dinero al vendedor. El líquido pegajoso y caliente resbala presuroso por las resecas gargantas. Pareces ser la salvación por un momento. Ya el largo manto de la noche ha envuelto el camino. Sólo se escucha el traqueteo de la locomotora que avanza perezosamente por la desnuda carrilera.
La larga travesía por el departamento del Cesar parece no tener fin: Chiriguaná, El Banco, Tamalameque, La Gloria, Aguachica, irán quedando cada vez más distanciadas.
Al fin: Barrancabermeja en Santander. El infierno más grande que haya existido jamás. Aquí el calor amenaza con deshidratarnos totalmente. Los gruesos goterones de sudor resbalan por todo el cuerpo haciendo que camisa y pantalón se peguen al cuerpo. El desánimo se apoderó de nosotros: Ni siquiera atinamos a movernos del asiento, que está emparamado. Ni una pequeña ráfaga de viento entra por la ventana, abierta al máximo a fin de contrarrestar la acción devastadora del calor.
El suave vaivén del ferrocarril indica la reanudación del viaje. Un pañuelo limpia la frente, mientras respiramos aliviados. A esta altura del viaje hemos perdido hasta la noción del tiempo.
Un poco más adelante, las manecillas del reloj marcarán las cuatro de la mañana.
El paso por Puerto Olaya y Puerto Boyacá no trae mayores variaciones en el panorama: verdes pastizales a lado y lado. El autoferro bordea carreteras, riachuelos y se mete por entre desfiladeros guardados por ásperas montañas desgastadas por la acción inclemente del tiempo: aire, lluvias, sol.
De repente, la velocidad del vehículo disminuye. El motivo no es muy claro: desde el techo están arrojando algunas cajas con cargamento, quizás de contrabando. ¿Una ingeniosa manera de evadir la aduana?
Un rayo de luz se mete caprichosamente por la ventana y se instala en el techo. A pesar de que el calor no ha concluido aún, ya se siente - ¿imaginación acaso?- el tibio aire fresco de la sabana cundinamarquesa. El poderoso freno del autoferro rechina. La Dorada. El viaje ha terminado, por ahora.
Tras estirar brazos y piernas y sin pérdida de tiempo hay que buscar el último medio de transporte que nos llevará a la ciudad. Unos minutos de espera, que parecieron horas, para instalarnos en la parte trasera del bus. El paso por Honda, la ciudad de los puentes, fugaz. La riqueza del paisaje es ahora más notoria: sembrados de toda clase a ambos lados de la carretera. Un pequeño grupo de campesinos empuja un testarudo burro.
Desde lo alto de la carretera se vislumbra un pequeño pueblo: Guaduas, famoso en la época libertadora, por ser la cuna de Policarpa Salavarrieta, una de las heroínas de aquellas etapas afortunadamente hoy superadas. La cinta asfáltica es tragada por la veloz carrera del bus. Y en pocos minutos estamos en las propias calles de Guaduas, ya en el departamento de Cundinamarca.
Lentamente ascendemos por La Tribuna, frío paraje de la vegetación nacional. El ronroneo del motor presagia que algo anda mal. Adelante nos espera Facatativá, enclavada en plena meseta. El suéter que hasta ahora permanecía guardado, cual objeto inservible, se constituye en elemento de primordial importancia.
Afortunadamente -para los pasajeros-, en las propias calles de Faca se cumple el presagio: una llanta deberá ser cambiada. El peregrinaje para lograr que alguien lo haga, forma parte de la aventura, pues es domingo. La pérdida de un par de horas, contribuye a que la impaciencia por llegar alcance su punto más alto.
Madrid y Mosquera quedan a la vera del camino.
Fontibón, con sus deseos de superación, nos recibe como antesala de la capital. Ya casi forma parte íntegra de ella.
Los últimos kilómetros son devorados por el autobús en forma veloz.
Las primeras sombras de la noche caían sobre la capital.